El martes próximo pasado volví a ser víctima de la sensación de inseguridad del ministro Aníbal, porque acá señores, la delincuencia está bajando. Para los nuevos o los desmemoriados, pueden ver acá mi último encuentro con el hampa.
Resulta que me encontraba yo en la intersección de las calles Armenia y Güemes, esperando a mi amada novia, alrededor de las 18.30 horas. Ella, como de costumbre, estaba llegando tarde y yo me dispuse a enviarle un mensaje de texto para enrostrarle su falta. En ese momento, dos purretes pasan frente a mi y uno de ellos, más rápido que Wanda Nara, me manotea el celular para darse a la fuga por Güemes en dirección norte.
Para cuando yo quise reaccionar, el borrego ya había cruzado Armenia y escapaba raudamente por Güemes en dirección norte. Entonces emprendo su persecución, al grito de “agarrenló que me choreó, agarrenló que me choreó”. A dios gracias, dos ocasionales transeúntes se interponen frente al mocoso que me había sustraído el teléfono y frustran su fuga, mientras que el otro maleante logra escapar.
En ese momento lo agarré al pendejo y le pregunté por mi celular, a lo que este respondió que lo había tirado (al verse acorralado quiso descartar todo el puto). Cuando mi desesperación estaba a punto de llevarme a romperle la cabeza contra la pared, una señora se me acercó con el teléfono en su mano.
Y casi ni tuve tiempo de pensar si pegarle o no pegarle, porque de no se donde apareció un policía y me sacó a la rata inmunda de las manos. Ni pegarle unos cuantos golpes pude, tuve que quedarme con las ganas. Al menos iba a mandarle aunque sea unas horas a la comisaría. Tuve que conformarme con putearlo un poco. Incluso creo haber inventado un par de insultos en esos dos o tres minutos de ira, antes de que logré calmarme.
Debo confesar que cuando el puto se puso a llorar me dio un poco de lástima. Pero me duró poco, por suerte. Al fin y al cabo, no creo que robara para comer. Pinta de muerto de hambre no tenía. Ropa buena y limpia, zapatillas bastante caras y ¡hasta un piercing! tenía la rata. Ahí retomaron mis ganas de pegarle la cabeza contra el cordón, hasta que la nariz le saliera por la nuca.
Después a la taquería, a hacer los trámites de rigor. No se para que se gastan en preguntarte como fue, porque al final siempre ponen lo que se les canta el culo. Según la denuncia que me dieron, fue el cana quien lo agarró. Los muy chotos se llevaron todo el mérito. Al final me dijeron que el celular debía pasar a buscarlo la tarde siguiente.
Y allá fui. Y ahí pude sentir una vez mas que vivo en un país donde la justicia funciona como dios manda. El chorro seguramente ya andaba afuera afanando otra vez, no puedo afirmarlo porque nadie supo o quiso decírmelo. Pero mi teléfono estaba muy bien custodiado, no iba a poder llevármelo hasta tanto demostrara, media una copia de la factura, que esa línea era mía. ¡Hijos de una gran puta! El negro miserable ese estaba otra vez robando y yo no podía llevarme el celular.
Resulta que me encontraba yo en la intersección de las calles Armenia y Güemes, esperando a mi amada novia, alrededor de las 18.30 horas. Ella, como de costumbre, estaba llegando tarde y yo me dispuse a enviarle un mensaje de texto para enrostrarle su falta. En ese momento, dos purretes pasan frente a mi y uno de ellos, más rápido que Wanda Nara, me manotea el celular para darse a la fuga por Güemes en dirección norte.
Para cuando yo quise reaccionar, el borrego ya había cruzado Armenia y escapaba raudamente por Güemes en dirección norte. Entonces emprendo su persecución, al grito de “agarrenló que me choreó, agarrenló que me choreó”. A dios gracias, dos ocasionales transeúntes se interponen frente al mocoso que me había sustraído el teléfono y frustran su fuga, mientras que el otro maleante logra escapar.
En ese momento lo agarré al pendejo y le pregunté por mi celular, a lo que este respondió que lo había tirado (al verse acorralado quiso descartar todo el puto). Cuando mi desesperación estaba a punto de llevarme a romperle la cabeza contra la pared, una señora se me acercó con el teléfono en su mano.
Y casi ni tuve tiempo de pensar si pegarle o no pegarle, porque de no se donde apareció un policía y me sacó a la rata inmunda de las manos. Ni pegarle unos cuantos golpes pude, tuve que quedarme con las ganas. Al menos iba a mandarle aunque sea unas horas a la comisaría. Tuve que conformarme con putearlo un poco. Incluso creo haber inventado un par de insultos en esos dos o tres minutos de ira, antes de que logré calmarme.
Debo confesar que cuando el puto se puso a llorar me dio un poco de lástima. Pero me duró poco, por suerte. Al fin y al cabo, no creo que robara para comer. Pinta de muerto de hambre no tenía. Ropa buena y limpia, zapatillas bastante caras y ¡hasta un piercing! tenía la rata. Ahí retomaron mis ganas de pegarle la cabeza contra el cordón, hasta que la nariz le saliera por la nuca.
Después a la taquería, a hacer los trámites de rigor. No se para que se gastan en preguntarte como fue, porque al final siempre ponen lo que se les canta el culo. Según la denuncia que me dieron, fue el cana quien lo agarró. Los muy chotos se llevaron todo el mérito. Al final me dijeron que el celular debía pasar a buscarlo la tarde siguiente.
Y allá fui. Y ahí pude sentir una vez mas que vivo en un país donde la justicia funciona como dios manda. El chorro seguramente ya andaba afuera afanando otra vez, no puedo afirmarlo porque nadie supo o quiso decírmelo. Pero mi teléfono estaba muy bien custodiado, no iba a poder llevármelo hasta tanto demostrara, media una copia de la factura, que esa línea era mía. ¡Hijos de una gran puta! El negro miserable ese estaba otra vez robando y yo no podía llevarme el celular.
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¡Y si, este país da para todo!
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