jueves, 8 de octubre de 2009

Apología de la queja

Muchas veces he sido tildado de quejoso, de criticón, de vivir siempre a disgusto, de irritarme fácilmente. Pero cada día que pasa me sigo convenciendo que el problema no soy, sino el entorno. Y yo, que soy una persona sensible, no puedo mantenerme al margen de la pelotudes que nos rodea. Me veo obligado a quejarme, ante todo como un desahogo, pero por sobre todo como un desesperado intento para que el mundo tome conciencia de que va por camino equivocado. Y a veces, la queja trae sus frutos.

El sábado fuimos a comer con mi novia y cuatro personas mas al restaurante de comida mexicana Veracruz (y lo linqueo así lo identifican, lo evitan y ninguno de ustedes sufre lo que nosotros). La comida zafaba, pero la atención fue un desastre total.

Había dos mozas y te atendían a dúo, mezclándose entre ellas y sin saber que te había traído la otra. Cada pedido demoraba una vida en llegar a la mesa. Además. Se pidieron dos margaritas salados y vinieron dulces. Se pidió un margarita frozen y vino común. Se pidió una porción de nachos con guacamole como entrada, y tras varios avisos a la moza de que lo queríamos como entrada, la muy conchuda lo trajo junto al resto de la comida. Inevitablemente el mal humor se fue apoderando de la mesa. Yo, extrañamente, me encontraba muy tranquilo. Probablemente a consecuencia del abundante consumo de bebidas alcohólicas de esa noche y de la anterior.

Y cuando pedimos la cuenta, definitivamente se fue todo a la mierda. Nos trajeron una factura con el total en una sola línea ¡y las comandas de las mozas! Y ahí no pudimos contenernos más. Reclamamos una factura como la gente, mientras uno de quienes me acompañaban se acercó a la barra y pidió charlar amablemente con el encargado.

¿Resultado? Un pedido de disculpas y una cena gratis para los 6. Quejarse, a veces tiene premio.

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